Siempre he pensado que los hombres que recurren al metro
para tocar a una mujer, tienen una vida miserable. Esto me quedó aún más claro una vez que, apoyado en mi sentido de ciudadanía, le hice ver a un señor que se encontraba en la zona reservada del andén:
-“Oiga jefe, de la línea para allá es nomás para mujeres”,
le dije.
-“Y a ti que chingados te importa”, me contestó con el
rostro desencajado.
A partir de ese desagradable evento, concluí que me iba a
resultar difícil cambiar ese mal hábito de los hombres
desgraciados de mi ciudad, así que decidí limitarme a condenarlos con la mirada. Mis rutinarios viajes en el metro siguieron sin ninguna novedad.
Tiempo después, de camino a una conferencia sobre una civilización
poco conocida, entré a un vagón sin
asientos libres y con gente de pie, pero con el suficiente espacio para viajar
dignamente. Me situé en medio del carro, casi debajo del ventilador que está en el techo y dando la cara a la puerta por la
que había entrado, me sujeté con la mano izquierda del tubo vertical que está
justo al lado del asiento reservado.
Cuando el tren se puso en marcha, una mujer a mi derecha -que
no sé si entró en la misma estación que yo- inclinó su cuerpo para mirar la tira de estaciones que se encuentra encima de los asientos ubicados entre las puertas. Al hacerlo, puso su cabeza frente a mi barbilla y su
cadera rozó mi pierna derecha.
Yo, sin despegar los pies del suelo, hice mi cuerpo hacia atrás y moví
la mano derecha hasta la espalda, con el fin de darle un poco de espacio mientras
terminaba su consulta. Para mi sorpresa, la chica estudió la línea y
sus estaciones por más tiempo del que creí que lo haría; cuando el tren se
detuvo en la siguiente estación, la mitad de su cuerpo estaba frente al mío y la parte posterior izquierda de su cadera se recargó a la altura de la bolsa derecha de mi pantalón, donde
reposaba, firme, mi teléfono celular.
Me hallé completamente desconcertado, todavía más cuando el
convoy reinició su marcha y los vaivenes propios del movimiento ferroviario
hacían que nuestros cuerpos se rozaran aún más. Lo único que se me ocurrió fue quedarme inmóvil y dejarme llevar; moví la pierna izquierda con el fin de tener un mejor apoyo, solté del tubo del que me sujetaba y abrí el
libro que llevaba en la mano derecha para disimular mi terrible plan.
La situación resultó harto emocionante, en verdad no podía
creer lo que pasaba: yo, de pie haciendo como que leía, junto a una desconocida que recargaba su cuerpo contra el mío al son de los
traqueteos de un vagón del metro. La emoción me remitió a mi tierna juventud y a aquellos inolvidables primeros escarceos con el otro sexo.
No sé si el constante roce, que en un principio enchinó la piel desnuda de mi brazo cuando éste hizo contacto con la tibia piel del suyo, provocó que me acostumbrara poco a poco su presencia, hasta que, inconscientemente, dejé de ponerle atención; de
repente y sin buscarlo, el cuento que medio leía, me atrapó de nuevo:
“Estábamos cuatro hombres a la orilla del río tratando de
inflar una balsa de hule, cuando la vimos aparecer en traje de baño. Era
formidable. Poseído de ese impulso que hace que el hombre quiera desposarse con
la Madre Tierra de vez en cuando, me apoderé de la bomba de aire y bombeé como
un loco. En cinco minutos la balsa estaba a reventar y mis manos cubiertas de
unas ampollas que con el tiempo se hicieron llagas. Ella me miraba.
"She thinks I'm terrific", pensé en inglés. Echamos la balsa al agua
y navegamos en ella "por el río de la vida", como dijo Lord
Baden-Powell.
¡Ah, qué viaje homérico! Para calentar la comida rompí unos troncos
descomunales con mis manos desnudas y ampolladas y soplé el fuego hasta casi
perder el conocimiento: luego trepé en una roca y me tiré de clavado desde una
altura que normalmente me hubiera hecho sudar frío; pero lo más espectacular de
todo fue cuando me dejé ir nadando por un rápido y ella gritó aterrada. Me
recogieron ensangrentado cien metros después. Cuando terminó la travesía y la
balsa estaba empacada y subida en el Jeep, yo me vestí entre unos matorrales y
estaba poniéndome los zapatos sentado en una piedra, cuando ella apareció,
todavía en traje de baño, con la mirada baja y me dijo: "Je me veux
baigner. " Yo la corregí: "Je veux me baigner. " Me levanté y
traté de violarla, pero no pude.”
Las letras de Ibargüengoitia me provocaron, como siempre,
una espontánea risa. Pude contener el sonido, pero me fue imposible
hacer lo mismo con las contracciones del estómago y menos aún con las
gesticulaciones del rostro.
Tampoco sé si esto tuvo que ver, lo cierto es que cuando terminé ese pasaje, la chica se alejó de mi lado y se fue a sujetar del tubo
del que yo me había soltado minutos antes. Ella seguía dándome la espalda y de
reojo pude ver ese bien formado trasero que segundos antes se recargaba en mi
pierna derecha.
Sin ella a mi lado, me hallé sólo en medio del vagón y la incomodidad me invadió; di un par de pasos hacia atrás y me recargué en una de las puertas del convoy. Seguí leyendo.
En la siguiente parada miré por entre las puertas
el logotipo de la estación en la que íbamos, volví la cara para buscarla y la
hallé en uno de los asientos dobles, el que está del lado del pasillo. Nuestros
ojos se encontraron de inmediato.
Ella clavó su mirada en la mía; ésta era fuerte, penetrante, ávida. No pude resistirla, así que
disimulé un gesto de suficiencia y moví la cabeza lentamente; volví a mi lectura. Otro pasaje me hizo reír, levanté de nuevo los ojos y
me encontré con los suyos otra vez, le sonreí, pero era tarde. Su rostro, cubierto con una gruesa capa de maquillaje, dibujó un gesto que mezclaba la pena y el reproche, después, agachó la cabeza.
Una
estación adelante bajé del convoy, en el andén la busqué por la ventana, pero ella no quiso regalarme una última mirada.
“Hubiera podido, quizá, regresar al día siguiente a terminar
lo empezado, o al siguiente del siguiente o cualquiera de los mil y tantos que
han pasado desde entonces. Pero, por una razón u otra nunca lo hice. No he
vuelto a verla. Ahora, sólo me queda la foto que tengo en el cajón de mi
escritorio, y el pensamiento de que las mujeres que no he tenido (como ocurre a
todos los grandes seductores de la historia), son más numerosas que las arenas
del mar.”
*
Léase este cuento como un sencillo homenaje a uno de mis escritores favoritos.
El primer fragmento citado es de "What became of Pampa Hash" y el segundo de "La mujer que no", ambos publicados en "La Ley de Herodes", el único libro de cuentos que escribió como tal Jorge Ibargüengoitia.