viernes, 16 de agosto de 2013

El metro y las mujeres de Ibargüengoitia


Siempre he pensado que los hombres que recurren al metro para tocar a una mujer, tienen una vida miserable. Esto me quedó aún más claro una vez que, apoyado en mi sentido de ciudadanía, le hice ver a un señor que se encontraba en la zona reservada del andén:

-“Oiga jefe, de la línea para allá es nomás para mujeres”, le dije.
-“Y a ti que chingados te importa”, me contestó con el rostro desencajado.

A partir de ese desagradable evento, concluí que me iba a resultar difícil cambiar ese mal hábito de los hombres desgraciados de mi ciudad, así que decidí limitarme a condenarlos con la mirada. Mis rutinarios viajes en el metro siguieron sin ninguna novedad.

Tiempo después, de camino a una conferencia sobre una civilización poco conocida, entré a un vagón sin asientos libres y con gente de pie, pero con el suficiente espacio para viajar dignamente. Me situé en medio del carro, casi debajo del ventilador que está en el techo y dando la cara a la puerta por la que había entrado, me sujeté con la mano izquierda del tubo vertical que está justo al lado del asiento reservado.

Cuando el tren se puso en marcha, una mujer a mi derecha -que no sé si entró en la misma estación que yo- inclinó su cuerpo para mirar la tira de estaciones que se encuentra encima de los asientos ubicados entre las puertas. Al hacerlo, puso su cabeza frente a mi barbilla y su cadera rozó mi pierna derecha.

Yo, sin despegar los pies del suelo, hice mi cuerpo hacia atrás y moví la mano derecha hasta la espalda, con el fin de darle un poco de espacio mientras terminaba su consulta. Para mi sorpresa, la chica estudió la línea y sus estaciones por más tiempo del que creí que lo haría; cuando el tren se detuvo en la siguiente estación, la mitad de su cuerpo estaba frente al mío y la parte posterior izquierda de su cadera se recargó a la altura de la bolsa derecha de mi pantalón, donde reposaba, firme, mi teléfono celular.

Me hallé completamente desconcertado, todavía más cuando el convoy reinició su marcha y los vaivenes propios del movimiento ferroviario hacían que nuestros cuerpos se rozaran aún más. Lo único que se me ocurrió fue quedarme inmóvil y dejarme llevar; moví la pierna izquierda con el fin de tener un mejor apoyo, solté del tubo del que me sujetaba y abrí el libro que llevaba en la mano derecha para disimular mi terrible plan.

La situación resultó harto emocionante, en verdad no podía creer lo que pasaba: yo, de pie haciendo como que leía, junto a una desconocida que recargaba su cuerpo contra el mío al son de los traqueteos de un vagón del metro. La emoción me remitió a mi tierna juventud y a aquellos inolvidables primeros escarceos con el otro sexo. 

No sé si el constante roce, que en un principio enchinó la piel desnuda de mi brazo cuando éste hizo contacto con la tibia piel del suyo, provocó que me acostumbrara poco a poco su presencia, hasta que, inconscientemente, dejé de ponerle atención; de repente y sin buscarlo, el cuento que medio leía, me atrapó de nuevo:

“Estábamos cuatro hombres a la orilla del río tratando de inflar una balsa de hule, cuando la vimos aparecer en traje de baño. Era formidable. Poseído de ese impulso que hace que el hombre quiera desposarse con la Madre Tierra de vez en cuando, me apoderé de la bomba de aire y bombeé como un loco. En cinco minutos la balsa estaba a reventar y mis manos cubiertas de unas ampollas que con el tiempo se hicieron llagas. Ella me miraba.

"She thinks I'm terrific", pensé en inglés. Echamos la balsa al agua y navegamos en ella "por el río de la vida", como dijo Lord Baden-Powell.

¡Ah, qué viaje homérico! Para calentar la comida rompí unos troncos descomunales con mis manos desnudas y ampolladas y soplé el fuego hasta casi perder el conocimiento: luego trepé en una roca y me tiré de clavado desde una altura que normalmente me hubiera hecho sudar frío; pero lo más espectacular de todo fue cuando me dejé ir nadando por un rápido y ella gritó aterrada. Me recogieron ensangrentado cien metros después. Cuando terminó la travesía y la balsa estaba empacada y subida en el Jeep, yo me vestí entre unos matorrales y estaba poniéndome los zapatos sentado en una piedra, cuando ella apareció, todavía en traje de baño, con la mirada baja y me dijo: "Je me veux baigner. " Yo la corregí: "Je veux me baigner. " Me levanté y traté de violarla, pero no pude.”

Las letras de Ibargüengoitia me provocaron, como siempre, una espontánea risa. Pude contener el sonido, pero me fue imposible hacer lo mismo con las contracciones del estómago y menos aún con las gesticulaciones del rostro.

Tampoco sé si esto tuvo que ver, lo cierto es que cuando terminé ese pasaje, la chica se alejó de mi lado y se fue a sujetar del tubo del que yo me había soltado minutos antes. Ella seguía dándome la espalda y de reojo pude ver ese bien formado trasero que segundos antes se recargaba en mi pierna derecha.

Sin ella a mi lado, me hallé sólo en medio del vagón y la incomodidad me invadió; di un par de pasos hacia atrás y me recargué en una de las puertas del convoy. Seguí leyendo. 

En la siguiente parada miré por entre las puertas el logotipo de la estación en la que íbamos, volví la cara para buscarla y la hallé en uno de los asientos dobles, el que está del lado del pasillo. Nuestros ojos se encontraron de inmediato.

Ella clavó su mirada en la mía; ésta era fuerte, penetrante, ávida. No pude resistirla, así que disimulé un gesto de suficiencia y moví la cabeza lentamente; volví a mi lectura. Otro pasaje me hizo reír, levanté de nuevo los ojos y me encontré con los suyos otra vez, le sonreí, pero era tarde. Su rostro, cubierto con una gruesa capa de maquillaje, dibujó un gesto que mezclaba la pena y el reproche, después, agachó la cabeza.

Una estación adelante bajé del convoy, en el andén la busqué por la ventana, pero ella no quiso regalarme una última mirada.


“Hubiera podido, quizá, regresar al día siguiente a terminar lo empezado, o al siguiente del siguiente o cualquiera de los mil y tantos que han pasado desde entonces. Pero, por una razón u otra nunca lo hice. No he vuelto a verla. Ahora, sólo me queda la foto que tengo en el cajón de mi escritorio, y el pensamiento de que las mujeres que no he tenido (como ocurre a todos los grandes seductores de la historia), son más numerosas que las arenas del mar.”

*
Léase este cuento como un sencillo homenaje a uno de mis escritores favoritos.

El primer fragmento citado es de "What became of Pampa Hash" y el segundo de "La mujer que no", ambos publicados en "La Ley de Herodes", el único libro de cuentos que escribió como tal Jorge Ibargüengoitia.