domingo, 27 de octubre de 2013

Dragostea Din Tei


Para Diana Carina Velázquez Williams


Ningún hombre había intentado seducirme de una manera tan burda. Más de una vez, fui abordado por individuos de mi mismo sexo, pero invariablemente, los intentos por conquistarme transitaron por un leve coqueteo o un diálogo amable, pero nunca, a través de los recursos propios de un espécimen de la edad de las cavernas.

Todo pasó en una de esas típicas fiestas universitarias, en las que se cobra el acceso y en el interior se vende cerveza a buen precio. La locación fue una vieja casa al poniente de la ciudad, ésta se hallaba al fondo de una calle cerrada, en un barrio popular marcado por los desniveles propios del pie de monte.

Desde la puerta principal se abría un amplio patio central con dos enormes jacarandas al centro, cuyas raíces habían levantado el piso de cemento. En medio de ellas había un pequeño escenario hecho con una tarima de más o menos un metro de alto, con un par de reflectores a los lados. Al fondo, yacía una alberca seca y descolorida cuya base estaba parcialmente cubierta por hojarasca.

El evento fue organizado por un grupo de estudiantes de una de las facultades universitarias, esa en la que se estudian carreras poco conocidas. Yo había quedado de verme con un par de buenos amigos directamente en la fiesta, así que llegué solo alrededor de las 23:00 hrs. Encontré lugar para estacionarme en la esquina y caminé desde allí hasta el fondo de la calle.

Llegué a la puerta, pagué mi entrada e ingresé a la casa. Gracias al amplio espacio interior, la fiesta daba la impresión de estar lejos de ser un éxito. Había grupos de personas dispersos en derredor, en la mayoría de los cuales, la cerveza y la hierba circulaban como el pan y el vino en la última cena.

De inmediato me encontré con un grupo de conocidos de mi facultad, después de saludarlos y charlar un poco, fui por una cerveza a la barra. Ésta no era más que una mesa tras las ventanas abiertas del comedor de la casa, ubicado del lado izquierdo del patio, frente al escenario. Ya con mi vaso, me reintegré a la charla con mis compañeros, que versaba sobre la vida política nacional.

Una hora y media más tarde, recibí un mensaje de mis amigos en el que me decían que no les iba a ser posible llegar; para ese momento, la plática en el círculo de personas con las que estaba tendía peligrosamente al tedio.

Medianamente consciente del gran fracaso del evento, fui por una última cerveza antes de partir. La compré y me quedé cerca de la barra, de pie y mirando hacia ninguna parte. Empecé a beberla a pequeños tragos mientras reflexionaba sobre la influencia de la música en el estado de ánimo de las personas y cómo ésta puede traer consecuencias altamente adictivas.

En esas estaba, cuando un individuo se paró frente a mi. Él era más o menos de mi estatura pero significativamente más pesado; recuerdo que tenía el cabello largo, despeinado y las facciones de la cara algo descompuestas; en general, y aunque para el caso no tenga mayor relevancia, era un ser objetivamente feo.

Gracias a ese hábito mío de charlar con todo el mundo, que me ha traído grandes enseñanzas y no pocos desazones, lo saludé amigablemente. Su respuesta se asemejó más a un gruñido que a una articulada oración propia de cualquier ser humano promedio. En un principio y después de algunos gruñidos más, que acompañaba con movimientos de su cuerpo hacia adelante, creí que el susodicho quería golpearme.

Esta primera y errónea conclusión, disparó en mi cabeza un sin fin de conexiones que buscaban comprender por qué el susodicho quería agredirme. Concluí que no se trataba más de que un de esos borrachines buscapleitos que van por la vida con la idea de que todos lo mal miran.

Después de mirarlo con cara de “No me estés chingando”, el tipo volvió a hacer su tosca propuesta y esta vez la comprendí. Al darme cuenta de sus intenciones, una segunda cascada de pensamientos inundó mi cabeza. Me quedé inmóvil por un instante y, en eso, el sujeto echó de nuevo su cuerpo hacia el frente, pero esta vez con más determinación.

Movido más por el instinto que por la razón, mi brazo izquierdo se levantó de forma automática y las yemas de mis dedos chocaron con la parte superior de su pecho, a la vez que mi mano derecha, después de dejar caer el vaso de cerveza que llevaba, cerró el puño y lo apretó.

El peso del hombre hizo que mi brazo se flexionara un poco, el otro, ya con el puño apuntalado, se recorrió otro tanto hacía atrás para tomar vuelo. El momento llegó a la tensión límite y estuvo a punto de cruzar esa diminuta frontera que, entre hombres, separa la agresión verbal de la física. Con voz clara y mirándolo fijamente le dije: ¡No!.

Él se echó hacia atrás lentamente y tanto el brazo que lo sostenía como todo mi cuerpo perdieron poco a poco la tensión que un segundo antes tenían. Dio unos pasos hacia atrás y se alejó hasta integrarse a un grupo de cuatro o cinco hombres que, tras él, miraban la escena.

Al estar juntos, todos ellos me miraron con una mezcla de odio y desprecio. Al darme cuenta que estaba en desventaja, decidí que lo mejor que podía hacer era irme de aquel lugar. Di un par de lentos pasos hacia atrás antes de dar vuelta por completo y me dirigí hacia la puerta.

Al acercarme a la salida me encontré con un grupo de gente alterada que se arremolinaba alrededor de ella. Me costó trabajo abrirme paso, pero al final, después de unos cuantos empujones, llegué al umbral y lo crucé sin dudar.

Al salir de la casa me encontré con un espectáculo dantesco. Unos veinte hombres, repartidos en parejas, tríos y grupos más numerosos, se golpeaban unos a otros a todo lo ancho de la calle. La terrible función se redondeaba con los estruendosos gritos y los ecos que producían vidrios rotos y golpes secos.

La escena me dejó helado. Las imágenes y los sonidos eran como el cúmulo descontrolado de ondas que se producen cuando se arrojan muchas piedras a la vez a un tranquilo estanque. Mi cuerpo, como situado a la orilla de esa concentración imaginaria de agua, recibía una y otra vez su violenta acometida.

Cuando empecé a sentir que la tensión en los músculos de la cara me alteraba  el semblante, alguien me jaló del brazo y me dijo: “¡Métete ya, que vamos a cerrar la puerta!”. Caminé de vuelta los escasos metros que segundos atrás había recorrido y entré de nuevo a la casa.

Apenas había reingresado, ya con un mal viaje de descomunales proporciones, una terrible sensación de encierro me presionó el pecho. Caminé un poco patio adentro, me detuve y miré el reloj, era la 1:45 am. Decidí buscar a mis compañeros de facultad y esperar con ellos unos 15 minutos en lo que la pelea de afuera terminaba.

Caminé por el extremo derecho del patio, del otro lado de la barra donde había dejado a mi pretendiente y su grupo, busqué entre los círculos de gente para ver si encontraba a algún conocido, no tuve suerte. Esperé junto a la alberca, cuando creí que había pasado el tiempo suficiente para acercarme de nuevo a la puerta, volví a mirar el reloj: éste marcaba la 1:48 am.

El darme cuenta que había pasado tan poco tiempo acentuó la sensación de encierro que me agobiaba. De repente, las luces del escenario se encendieron y se empezó a escuchar un coro musicalizado a la vez que subía un grupo de bailarines a la tarima que estaba en medio de las jacarandas.


Maea ji
 Maea ju
 Maea ja
 Maea ja-ja

Todos los asistentes, que hasta ese momento se encontraban dispersos, se acercaron poco a poco al templete, hasta rodearlo por completo. Yo hice lo mismo, al hacerlo, me di cuenta que en el escenario bailaban dos hombres y dos mujeres en parejas. Los cuatro vestían de blanco y sus ropas eran muy breves.

Ya en medio del tumulto, la atmósfera cambió por completo y una sensación de alegría y tranquilidad me invadió. Todos a mi al rededor sonreían como yo y miraban atentos el performance. Las dos parejas ejecutaban la misma coreografía en perfecta coordinación. Mi mirada se clavó en una de las bailarinas.

Ella era de tez blanca, con el rostro armónico, tenía el cabello lo suficientemente largo para cubrirle las orejas y lo suficientemente corto para dejar libre su esbelto cuello. De él, pendía la toga que cubría sus pechos y bajaba hasta ensancharse en la cadera, para dar forma a una especie de pequeña falda asimétrica que dejaba ver sus finas y torneadas piernas. Sus pies estaban cubiertos por unas sandalias formadas con tiras de cuero que, en zigazag, subían hasta poco antes de las rodillas. Era como ver a una diosa romana.

En algún momento del performance, la mujer que me había cautivado, se paró justo frente a mi, dio media vuelta y pude ver que la toga sólo se sujetaba de un minúsculo nudo de moño ubicado por debajo de su negra cabellera, de ahí, la fina tela volvía a aparecer poco después de ese par de hermosos huecos que anunciaban el ocaso de su espalda.

Casi al final de su actuación, la bailarina juntó las piernas, flexionó las rodillas y levantó lentamente sus bien definidos brazos hasta situarlos por encima de la cabeza. Al hacerlo, el delicado lienzo que la cubría se estiró al punto de formar pequeños bordes a cada lado de su cadera, la tensión en la tela delineó sus firmes y bien formados glúteos.

Sus brazos se movían de arriba abajo en coherencia perfecta con la música, de tal suerte, que parecían multiplicarse como si fuera una representación de la diosa Shivá. Cada que uno de ellos llegaba por encima de su cabeza, sus muñecas, palmas y dedos, se movían como los de una andaluza flamenca que arranca la manzana del árbol prohibido. El espectáculo era divino.

La música terminó y con ella la actuación, pero su halo de alegría, belleza y tranquilidad permaneció entre los espectadores. Cada que se cruzaban miradas entre ellos, aparecía en sus rostros una espontánea sonrisa. Me quedé un rato de pié en el lugar que había ocupado, hasta que poco a poco la audiencia se dispersó.

Caminé de vuelta a la puerta y me encontré con varios de los organizadores que habían participado en la pelea. El efecto de la adrenalina que aún corría por sus cuerpos los hacía temblar mientras contaban los pormenores del combate.

Los escuché por un instante y ahí me enteré que una banda rival a la del dueño de la casa había intentado boicotear la fiesta. Sin embargo, ni su relato, ni el estado alterado en el que lo narraban, lograron alterar mi estado de ánimo.

Salí de la casa y encontré la calle vacía. Caminé lentamente por ella y, mientras veía las piedras y palos que poco tiempo atrás habían fungido como armas, sentí que una gran sonrisa se dibujaba en mi rostro; estaba feliz de ir camino a casa y no dejaba de imaginar cómo se sentirían mis pulgares en los pequeños huecos que adornaban la espalda baja de aquella bailarina.


*


Para escuchar la música que sonaba durante el performance, dar click "Aquí"


viernes, 16 de agosto de 2013

El metro y las mujeres de Ibargüengoitia


Siempre he pensado que los hombres que recurren al metro para tocar a una mujer, tienen una vida miserable. Esto me quedó aún más claro una vez que, apoyado en mi sentido de ciudadanía, le hice ver a un señor que se encontraba en la zona reservada del andén:

-“Oiga jefe, de la línea para allá es nomás para mujeres”, le dije.
-“Y a ti que chingados te importa”, me contestó con el rostro desencajado.

A partir de ese desagradable evento, concluí que me iba a resultar difícil cambiar ese mal hábito de los hombres desgraciados de mi ciudad, así que decidí limitarme a condenarlos con la mirada. Mis rutinarios viajes en el metro siguieron sin ninguna novedad.

Tiempo después, de camino a una conferencia sobre una civilización poco conocida, entré a un vagón sin asientos libres y con gente de pie, pero con el suficiente espacio para viajar dignamente. Me situé en medio del carro, casi debajo del ventilador que está en el techo y dando la cara a la puerta por la que había entrado, me sujeté con la mano izquierda del tubo vertical que está justo al lado del asiento reservado.

Cuando el tren se puso en marcha, una mujer a mi derecha -que no sé si entró en la misma estación que yo- inclinó su cuerpo para mirar la tira de estaciones que se encuentra encima de los asientos ubicados entre las puertas. Al hacerlo, puso su cabeza frente a mi barbilla y su cadera rozó mi pierna derecha.

Yo, sin despegar los pies del suelo, hice mi cuerpo hacia atrás y moví la mano derecha hasta la espalda, con el fin de darle un poco de espacio mientras terminaba su consulta. Para mi sorpresa, la chica estudió la línea y sus estaciones por más tiempo del que creí que lo haría; cuando el tren se detuvo en la siguiente estación, la mitad de su cuerpo estaba frente al mío y la parte posterior izquierda de su cadera se recargó a la altura de la bolsa derecha de mi pantalón, donde reposaba, firme, mi teléfono celular.

Me hallé completamente desconcertado, todavía más cuando el convoy reinició su marcha y los vaivenes propios del movimiento ferroviario hacían que nuestros cuerpos se rozaran aún más. Lo único que se me ocurrió fue quedarme inmóvil y dejarme llevar; moví la pierna izquierda con el fin de tener un mejor apoyo, solté del tubo del que me sujetaba y abrí el libro que llevaba en la mano derecha para disimular mi terrible plan.

La situación resultó harto emocionante, en verdad no podía creer lo que pasaba: yo, de pie haciendo como que leía, junto a una desconocida que recargaba su cuerpo contra el mío al son de los traqueteos de un vagón del metro. La emoción me remitió a mi tierna juventud y a aquellos inolvidables primeros escarceos con el otro sexo. 

No sé si el constante roce, que en un principio enchinó la piel desnuda de mi brazo cuando éste hizo contacto con la tibia piel del suyo, provocó que me acostumbrara poco a poco su presencia, hasta que, inconscientemente, dejé de ponerle atención; de repente y sin buscarlo, el cuento que medio leía, me atrapó de nuevo:

“Estábamos cuatro hombres a la orilla del río tratando de inflar una balsa de hule, cuando la vimos aparecer en traje de baño. Era formidable. Poseído de ese impulso que hace que el hombre quiera desposarse con la Madre Tierra de vez en cuando, me apoderé de la bomba de aire y bombeé como un loco. En cinco minutos la balsa estaba a reventar y mis manos cubiertas de unas ampollas que con el tiempo se hicieron llagas. Ella me miraba.

"She thinks I'm terrific", pensé en inglés. Echamos la balsa al agua y navegamos en ella "por el río de la vida", como dijo Lord Baden-Powell.

¡Ah, qué viaje homérico! Para calentar la comida rompí unos troncos descomunales con mis manos desnudas y ampolladas y soplé el fuego hasta casi perder el conocimiento: luego trepé en una roca y me tiré de clavado desde una altura que normalmente me hubiera hecho sudar frío; pero lo más espectacular de todo fue cuando me dejé ir nadando por un rápido y ella gritó aterrada. Me recogieron ensangrentado cien metros después. Cuando terminó la travesía y la balsa estaba empacada y subida en el Jeep, yo me vestí entre unos matorrales y estaba poniéndome los zapatos sentado en una piedra, cuando ella apareció, todavía en traje de baño, con la mirada baja y me dijo: "Je me veux baigner. " Yo la corregí: "Je veux me baigner. " Me levanté y traté de violarla, pero no pude.”

Las letras de Ibargüengoitia me provocaron, como siempre, una espontánea risa. Pude contener el sonido, pero me fue imposible hacer lo mismo con las contracciones del estómago y menos aún con las gesticulaciones del rostro.

Tampoco sé si esto tuvo que ver, lo cierto es que cuando terminé ese pasaje, la chica se alejó de mi lado y se fue a sujetar del tubo del que yo me había soltado minutos antes. Ella seguía dándome la espalda y de reojo pude ver ese bien formado trasero que segundos antes se recargaba en mi pierna derecha.

Sin ella a mi lado, me hallé sólo en medio del vagón y la incomodidad me invadió; di un par de pasos hacia atrás y me recargué en una de las puertas del convoy. Seguí leyendo. 

En la siguiente parada miré por entre las puertas el logotipo de la estación en la que íbamos, volví la cara para buscarla y la hallé en uno de los asientos dobles, el que está del lado del pasillo. Nuestros ojos se encontraron de inmediato.

Ella clavó su mirada en la mía; ésta era fuerte, penetrante, ávida. No pude resistirla, así que disimulé un gesto de suficiencia y moví la cabeza lentamente; volví a mi lectura. Otro pasaje me hizo reír, levanté de nuevo los ojos y me encontré con los suyos otra vez, le sonreí, pero era tarde. Su rostro, cubierto con una gruesa capa de maquillaje, dibujó un gesto que mezclaba la pena y el reproche, después, agachó la cabeza.

Una estación adelante bajé del convoy, en el andén la busqué por la ventana, pero ella no quiso regalarme una última mirada.


“Hubiera podido, quizá, regresar al día siguiente a terminar lo empezado, o al siguiente del siguiente o cualquiera de los mil y tantos que han pasado desde entonces. Pero, por una razón u otra nunca lo hice. No he vuelto a verla. Ahora, sólo me queda la foto que tengo en el cajón de mi escritorio, y el pensamiento de que las mujeres que no he tenido (como ocurre a todos los grandes seductores de la historia), son más numerosas que las arenas del mar.”

*
Léase este cuento como un sencillo homenaje a uno de mis escritores favoritos.

El primer fragmento citado es de "What became of Pampa Hash" y el segundo de "La mujer que no", ambos publicados en "La Ley de Herodes", el único libro de cuentos que escribió como tal Jorge Ibargüengoitia.